Camino rápido, casi sin aliento tras varias jornadas vivaqueando y deambulando sin rumbo fijo, desesperado, exiliado. Llevo varios días con tan sólo una ligera y precaria ración de comida mediada la jornada, lo justo, con lo que mantengo aun más si cabe mi chute de adrenalina. El pulso presto, la respiración entrecortada, los movimientos torpes y erráticos. Sólo quiero deshacerme de ellas. Llevo demasiado tiempo, demasiado, por eso ya no quiero ser soldado. Estoy cansado.
Ya no quiero ser soldado
Camino o me arrastro como un mecano descalabrado, tropezando y cayendo continuamente por mi miedo y por mi falta o mi exceso de atención, quién sabe. Porque aunque creo que estoy en el presente, me arrastro titubeante y me desplazo como una alimaña, sucia y harapienta. Me muevo deprisa, a ráfagas de carrerillas rápidas de esquina en esquina para no ser visto. Por miedo, por vergüenza, por ignorancia, por recelo.
En mi acuciante desorientación me adentro casi sin darme cuenta en un parque, pero sin saber que es un parque. Tan sólo cruzo lo que parece una entrada que sencillamente da paso a otro ámbito aún por definir, por concretar. El acceso apenas perfilado, salvo por una interrupción intencionada que se materializa en la pequeña elevación a unos centímetros del suelo de una fila de piedras y que delimita el recinto. Yo sólo quiero abandonarlas, no me importa dónde estoy. Pero necesito y quiero abandonarlas, he tomado mi decisión, pese la objeción de todos ellos, o de la mayoría. Y sin darme cuenta casi, he acabado aquí, aunque no creo en las casualidades. No, de ninguna manera.
Algo me atrajo. La mínima luz naranja de las farolas, el silencio uterino y profundo levemente craquelado por el rumor de hojas y ramas chocando impulsadas levemente por el viento, el aroma fresco del verde tierno remachado por la madera añeja de los troncos, la atemporalidad y la tranquilidad de los oasis de penumbra repartidos por el espacio conquistado por la muchedumbre vegetal de árboles y arbustos.
Soy un desertor o un hombre libre, o quiero serlo, eso pretendo, y aquí he venido a olvidarlas. En una esquina apartada en medio del bosque simulado o levemente bosquejado en esta miniatura de floresta o soto salvador en mitad de la ciudad desbocada y desquiciada.
Aún queda sitio para las tuyas, te invito a venir también y a enterrarlas. Soy un hombre libre o que quiere serlo, un soldado que abandona todas las guerras y que reniega y se emancipa de todos los dictadores y usurpadores. Y aquí vine a enterrar mis armas. Y la luz del Sol que siempre rebrota, como ahora, es testigo de que he dejado de escuchar ya, no sé si para siempre, los disparos indiscriminados de todas mis emboscadas y de mi guerra interior.
“Desertor” – ya no quiero ser soldado I
– Lucas JM
He abandonado las calles quizás prematuramente. Permanezco en este lugar escondido desde hace varias horas, al margen de miradas ajenas, de opiniones impertinentes, de injerencias y juicios. Contemplo la ciudad desde la distancia. Una distancia en la que me es imposible establecer ahora ninguna relación física plausible con la misma que me proporcionaba el tiempo y que solíamos medir con nuestros relojes. Salvo por la luz, que da cuenta de cuando y cuanto me desvío de mi consciencia. Todo ha ido tan deprisa.
Hace no mucho tiempo, cuando no era un mero espectador accidental de la ficción, yo mismo era quien simulaba esta misma separatividad y esta orfandad en la sala de un teatro, sobre el escenario, donde otras personas embutidas y apoltronadas en sus cómodas sillas, tenía la oportunidad de observar y contemplar desde fuera de ellos, qué era esto de sentirse por un momento desarraigado del mundo y desprovisto de raíces y de historia.
Vagamente desnortados, extraños. Todos, sentados en sus cómodas butacas, calientes, mullidas, acogedoras y de suave tapizado. Todos esperando el momento señalado que les marcaba el reloj de sus teléfonos móviles, con la seguridad de que todo iba a ocurrir allá en frente, en lo alto de la tarima según lo acordado. Todos contemplando bajo una garantía de absolución e inmunidad colectiva.
Pero ha llegado el momento de la verdad. Ya no hay teatros, ni juego de luces en la escena, ni tramoyas embaucadoras, ni guion, ni intervención preacordada de personajes, ni una música que suavice y acune o contenga tantas emociones desconocidas para muchos. El maquillaje languidece en la piel seca. Ahora es el momento de la verdad, de salir al mundo real en crudo, sin ningún tipo de preámbulo ni preparación, sin ensayos y sin ejercicios de calentamiento vocal ni de otro tipo. Ahora, todos somos actores o nadie los es. Todos somos maestros o víctimas propiciatorias, se acabó el tiempo de elegir.
En algún lugar de esa ciudad cuya silueta se recorta al fondo en el almíbar naranja del amanecer, dejé enterradas y abandonadas para siempre mis armas, y por eso aún me siento algo indefenso. Pero es un trampantojo de mi mente, de mi ego; todo lo compensa mi ser esencial con esta sensación casi onírica, sólo sensación hasta que venza la costumbre, de liviana y primigenia desnudez que me proporciona la tan ansiada agilidad mental, física y espiritual.
Tengo alas, sólo he de agitarlas.
Desde este punto, la ciudad cae rendida a la luz agonizante. Una ciudad de la que desaparecieron todas las ventanas y todas las puertas, sus calles, sus plazas, sus jardines, sus parques, todos los vestigios de comunicación intramuros. Y que se eleva ahora como un todo de formas mínimas y colores primarios, en el amanecer rampante que me finge un comienzo más.
Ahora, toda la ciudad completa, es un teatro, un teatro sin espectadores. Bueno, salvo uno que contempla y se contempla desde fuera, que acaba de abandonar sus armas y vuelve a dejarse sentir en lugar de defenderse. Acepto lo que soy, no me falta nada, soy perfecto como soy. En la aceptación, va todo, la gratificación, la penitencia, la promesa cumplida y el salvoconducto.
Es el momento de los héroes, del héroe que todos llevamos dentro. La ciudad entera es un teatro, que cada cual, asuma su papel.
“La ciudad es un teatro” – ya no quiero ser soldado II
– Lucas JM
¿Has pensado en aceptar todo lo que eres, sin juicios?
¿Sabes que eres perfecto como eres, que sólo necesitas ser consciente de ello?
¿Por qué todo tiene que dividirse o polarizarse en bueno o malo?
¿Y si esa propiedad que atribuimos en lo externo de bueno o malo, no fuese más que una ilusión, y que realmente, las cosas sólo son mejores o peores para nosotros, pero no ni buenas ni malas?
¿Lo vas a seguir pagando con los seres inocentes que te rodean?
Porque tu único enemigo … eres tú.
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