Decir que la vida es lo que nos permite vivir, viene a ser una especie de pleonasmo literario, y en este caso concreto por el contenido, también existencial. Como lo es decir, que la naturaleza es lo más natural que existe. Así que, para no contradecirlos, porque no sólo está en juego en este caso la validez de estos recursos literarios, sino la propia supervivencia humana (que también es naturaleza, no nos perdamos) cedemos un trocito de ciudad, naturalmente, a la naturaleza. Y nos quedamos tan a gusto.
Un trocito de ciudad, naturalmente
En la ciudad, las nuevas generaciones, son ya las que han nacido rebosantes, curtidas y pletóricas de plásticos, de metales, de cristales, cosidas de fibras prodigiosas, de polietilenos, de vinilos, maceradas de keblar, de grafeno, de silicona, etc. Y más materiales y compuestos ingeniosamente combinados y ensamblados, mediante la mecánica o la alquimia y por una suerte de aburrimiento alternada con fertilidad natural de la mente prolija, de aberración estética o de astucia neurótica pero adrenalinosa.
Algunos de estos artefactos, laboriosamente trabajados y embellecidos, sobrados de compostura y apostura pero faltos de literatura, se han convertido en objetos de utilidad a veces dudosa pero siempre curiosa. Algunos no se crearon para nada en concreto, salvo para dar marchamo a la persona, a la actividad concreta o al momento. Pero se logró descubrir e inferir en la masa la necesidad para adquirirlos. Objetos de última generación pero que de pronto se convierten de facto en objetos de culto aun recién vertebrados, que sin pasar por el altar ya son canonizados o beatificados. Objetos que anulan la voluntad o la relajan, que suplantan nuestros músculos o nuestros sentidos.
Objetos que nos transportan a gran velocidad aunque sea a ninguna parte, objetos que ocupan mucho y hacen poco o que hacen demasiado y casi ni se ven, nos espían o nos autobiografían, que suena más glamuroso. Son multifuncionales o multifunción, adaptados a cualquier cultura o contracultura, ultra-ligeros, mega-potentes, super-optimizados, maxi-eficientes, multi-idioma, extra-nosequé, etc. Pero de un sólo uso o bien de tiempo de vida y gracia más limitado y corto que el tiempo que se empleó en fabricarlos. Cumplen su servicio militar y los tiramos. Echo de menos el objeto discreto, por perfeccionar y poca-cosa.
Y todo, con el añadido de que ese “todo” se puede comunicar ya con ese mismo “todo” en un dantesco producto cartesiano de múltiples interacciones cruzadas. Se aprieta un botón y se producen pequeños big-bangs en tan sólo unas milésimas de segundo (que es lo que tarda la onda electromagnética en cruzar todo el atlántico con la sentencia de muerte o con la orden de infarto o ictus inmediato) ya sea emocional o monetaria, dinero y contra-dinero, emociones y contra-emociones a la velocidad de la luz, pero cuyos cataclismos en lugar de propiciar la tranquilidad anímica y social de nuestras vidas, lo que hacen es asfixiarla o degradarla.
La reparación y la recuperación ni se contempla ya, directamente se pasa a la arqueología –que sirve para terminar de especular con ucronías– saltándose la autopsia -que es la clase magistral de donde se extraen también enseñanzas y aprendizajes para el día a día-.
Importa el número de cuantos se fabrican y consumen y nos desentendemos de cuantos y de donde se abandonan sus cadáveres. Todo esto parece ya lo natural, que no es más que una percepción coyuntural y tácitamente adoptada por la mayoría y que se superpone o alía con la “normalidad” (la cual damos también siempre por verdad total aunque debiera ser constantemente revisada y estar en entredicho). Como parece normal y destino inexorable ser custodios desaforados de cosas, ser depositario compulsivo de tantas aves de paso. El ritmo al cual poseo, ha sobrepasado al ritmo del crecimiento de los tomates en el huerto o de nuestros propios latidos, no hacen falta más metrónomos ni relojes, el ritmo es militar y no admite enmiendas. Gustamos de las líneas y los ángulos rectos, calculados y medidos, predestinados, que todo encaje a la perfección, nada de un brote por aquí, unas flores amotinadas por allá, o unas hojas disidentes por el otro lado.
Y hemos interiorizado así con el paso del tiempo, que la naturaleza es ese estorbo sordo pero insidioso y anticuado, impertinente, que va a su bola, que intenta amotinarse y asomar por aquí y por allá como un intruso advenedizo, como un falso decorado (qué ironía), que abusa de nuestra hospitalidad y nuestra paciencia (tan delicada) y es sucia o poco decorosa porque requiere tierra y agua, que crece y se expande tranquilamente y no se solidariza ni acompasa con nuestras prisas, nuestras urgencias y nuestras emergencias.
Sólo se le agradece que no se queja ni protesta, que la réplica es a largo plazo y que confiamos en que no viviremos para verlo ni dejar de olerlo (es otra forma de violencia, de no pensar en nuestros hijos). Es el nacionalismo verde silencioso, el único que tiene contestación unívoca e inequívoca y universal, la del desprecio, que empieza por no hacer aprecio y termina con la apisonadora de rueda ancha y descastada.
Y así, para que continúe mínimamente formando parte de nuestras vidas, le cobramos un impuesto muy alto, nos ponemos exquisitos como adalides de todos los destinos y nos ha de mendigar y pedir permiso antes de atreverse a nuestras vidas en esta reacuñada y recalentada ciudad a base de un Sol que amplifica vertiginosamente el asfalto. Entonces, la consolamos, la contentamos con unas migajas, un poco de jardín por aquí, unos cuantos parterres huérfanos por allá, alguna corta hilera de árboles en una larga avenida, un pedazo de parque que asoma como isla minúscula en el océano, una fuente que simula un brote en la tierra, una cascada, etc.
Al otro lado, el disfraz, la simulación o la representación escénica de la piedra que dosifica la luz trabajada sobre su superficie o colma sus oquedades. Edificios inteligentes, ecológicos, anímicos, que la emite o proyecta de forma inteligentemente medida, distribuida, calculada, como copiada a los astros. Parece menos piedra y más anhelo. Más deseo. Simula o finge una transparencia de raíces con alas, como un “estar aquí” en sueños que pretende ir más allá y convertirse en un “soy aquí” real, en este momento en que me acoge dentro y me arropa con la ilusión de tierra líquida o de ungüento contra los quiebros de mi piel y que un día serán sus propias grietas.
Sólo los seres humanos somos capaces a la vez de lo más atroz y cruel, que es hereditario y no sopesado, y de lo más bello, que es lento, trabajado, aprendido, cultivado.
Sólo los seres humanos somos capaces de esto, cuando queremos: reblandecer una piedra, transponer su destino, hacerla habitable, cambiar su naturaleza existencial sin tocar ni modificar su alquimia, convertirla en vórtice de belleza, en objeto de contemplación mística y filosófica y en artefacto –que no objeto, por su intrínseca utilidad en este caso- de arte. Que es capaz de ignorar y hacernos ignorar todo lo demás de alrededor. Sólo los seres humanos levantamos edificios capaces incluso de imponerse a nosotros mismos, a nuestra propia biografía, nuestro ánimo, nuestra historia y la de los demás seres vivos que nos rodean.
La violencia que se yergue sobre el suelo, necesita de una coartada mientras ésta se ejerce. El pretexto de la belleza, que se cuece lenta y misteriosa para sorprendernos y cogernos desprevenidos. Y que vaya calando poco a poco y pueda ir suplantando cualquier otro tipo de veleidad sospechosa.
Y ya, fuera de la ciudad, a la vista de nadie, sin testigos, periodistas, trovadores, ni fiscales incómodos del genocidio, con el tiempo, la sangre verde se sigue derramando, que con la roja no es suficiente, da para poco.
Ahora que hay un artefacto para todo, hasta para lo que está aún por venir, echo de menos la emoción pura, el deseo no cumplido, el hueco que ocupaba para siempre y por siempre el sueño, la falta concreta del objeto deseado.
“Un trocito de ciudad, naturalmente” – quiero lo que siento
– Lucas JM
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