Es siempre muy importante, escuchar y atender los miedos de los niños. No siempre pueden ellos sólos, tienen que aprender a afrontarlos, y mientras tanto, necesitan que alguien, un adulto, su referencia, escuche su relato, y muestre de forma clara su disposición a hacerlo en todo momento, incluso anticipándose a ello, porque muchas veces, no se sentirán ni siquiera con la confianza o con la habilidad de expresar esa petición de ayuda. Hazlo, es lo mejor para tu hijo, pues funciona.

Pues funciona

El tipo siniestro que venía a casa cada vez que me ponía muy enfermo y necesitaba de una inyección, el practicante, y que luego pasó a denominarse ATS, enfermero, D.U.E, etc, se llamaba Julián. Hablaba muy pero que muy poco o nada. Llegaba y penetraba lentamente en el salón atravesando impune toda la casa como un bandido del oeste que se las sabe a salvo de todas y de cualquier asunto o trasunto de la ley. Y soltaba su mecánico buenos días o sus buenas tardes sin mirar a nadie, cuando  ya estaba incluso en plena faena-ritual desplegando sus artefactos y sus cachivaches.

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En lugar de pistolas al cinto, llevaba una simple fiambrera de plástico en forma de media esfera con el culo plano, con sus fatídicas herramientas dentro. Y la más letal de todas ellas, la cabrona de turno, una jeringuilla de cristal y el correspondiente arsenal de agujas a cual más larga y terrorífica (me imaginaba a la más tocha de ellas atravesando mi carne y penetrando irremediablemente en el hueso). La guardaba en una especie de sarcófago de metal donde hacía un ruido delicadamente espantoso al chocar tanto el cristal de las jeringuillas como el metal de dichas agujas con el metal de las paredes del recipiente cuando revolvía con el dedo buscando la más apropiada para consumar el “culinicidio“.

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Sus gruesas gafas de pasta y de culo de vaso, que distorsionaban y filtraban cualquier expresión humana que pudiera emanar de sus ojos, las arremolinadas patillas grises como dos pompones ajados a ambos lados de la jeta, el pelo ralo, liso y lacio que le colgaba en penachos enredados  alrededor de la coronilla abierta al cielo de par en par, su incisivo postizo de color dorado, todo ello, le confería un malévolo aspecto de pirata anacrónico y malavenido que me sustraía a momentos oníricos de pesadilla y de cine proscrito, a castigo sin remedio ni esperanza.

Y me transportaban también a mis intespectivas incursiones nocturnas que perpetraba oculto en el pasillo, apostado a la entrada del salón y oculto a la mirada de mi madre, en las que observaba durante unos minutos azarosos, escenas de películas o de programas que seguramente, no eran apropiados para niños, por las horas a las que se emitían. Mi madre me presuponía ya en la cama dormido, pero no era así. La curiosidad de un niño, ya se sabe, no tiene malicia, es puro instinto de observación, obstinación natural y científica.

Julián el practicante, el cruel lancero inhumano para mí, recoge el líquido de uno de los botecitos para inyectarlo en el otro que sólo contiene unos gramos de polvo, y agita la misteriosa mezcla con determinación. A continuación, lo alza con una mano e introduce de nuevo la aguja con la otra apuntando con precisión como haría un francotirador. Mientras, contemplo el minúsculo recipiente como si fuera un reloj, esperando que de alguna forma, el líquido no se acabe nunca, esperando que se detenga el tiempo  o que dé un salto a un futuro muy lejos de este momento y de aquí. El recipiente queda vacío y apunta con la jeringuilla al techo mientras mira la aguja con un inquietante frenesí. Aprieta suavemente el émbolo y va dejando escapar el aire hasta que unas mínimas gotas atestiguan que todo está ya preparado y consumado, que se acerca la hora nona.

Mi madre hace unos segundos que se ha ausentado del salón para traer un poco de algodón porque el verdugo ha olvidado el suyo, y lo necesita para marcar el territorio aséptico donde clavará la lanza. Así que, aprovecho esta ausencia de resolución rápida pero impredecible para lanzar de manera casi instintiva, una de esas frases que escuché en una de mis incursiones televisivas nocturnas, la cual no comprendía en su contenido pero sí que sabía de sus efectos determinantes y letales:

“Si me la clavas, se lo contaré todo a tu mujer, ya sabes a qué me refiero”

Era importante no apartar la mirada al decirlo y dejar todos los músculos de mis facciones congelados. Esto también, lo había aprendido, no solamente la frase en sí misma.

Antes de completar mi invectiva, Julián había apartado la mirada de la jeringuilla para clavarla en mí y en mis ojos y el émbolo había llegado precipitadamente al final de su recorrido debido a un exceso de fuerza aplicado en el último momento, liberando todo el líquido y desparramándolo y regando un cuadrante de la mesa.

Con el gesto de la boca torcido, como alimaña impunemente descubierta tras los arbustos o los zarzales, su mirada se tornó en una mueca que conjuraba una suerte de duda, perplejidad, consternación y derrota. Recogió todos sus bártulos sin orden ni concierto y precipitadamente  salió de casa a velocidad de crucero como alma que lleva el diablo (o el émbolo en este caso).

Al regresar mi madre, me pregunta desolada y perpleja con el paquete de algodón en la mano:

-¿Dónde está Julián? ¿Y qué hace la puerta abierta de par en par?  –la luz del sol llegaba hasta el salón iluminando toda la instancia como en el transcurso de una aparición mariana.

– Se ha marchado rápidamente sin decir nada, tenía prisa, una urgencia creo. Pero se despidió de ti. Me dijo no sé qué de “La madre que te parió, … enano cabrón …”

 Pues funciona
Lucas JM

 

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¿Qué es lo que más miedo te daba cuando eras un niño?

¿Encontraste la manera de sortearlo por tí mismo? ¿O pudiste expresarlo, te escucharon y te ayudaron?

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