La carretera no puede ser más estrecha. El espacio justo para que puedan cruzarse los dos tipos de coche que la transitan durante el recorrido semanal: los rinocerontes cuatro por cuatro para acceder a las plantaciones de olivos y las pequeñas cacerolillas con cuatro ruedas y tres puertas como el de mi padre. Algo más de la mitad del trayecto es un mareante serpentín de curvas y giros, de náuseas y de vómitos contenidos. Y el último tercio es una recta eterna o que se me hace eterna y que se despeña al final por una frondosa pendiente saturada de pinos a un lado y que deja atrás la mansedumbre senil de los sembrados. Aún ignoro la pavorosa encrucijada que me espera, la rosa en tu pecho y mis cortocircuitos. O esa primera soledad, ese abandono completo de mi vida sin nadie, de mi vida sin mí o lo que no encuentro en mí.
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La rosa en tu pecho y mis cortocircuitos
El cambio de rasante deja asomar de golpe la copa del pino más alto y que sobresale con creces sobre los demás. Y tanto mi hermano como yo, dos revoltosas e incandescentes motas de polvo de siete y seis años respectivamente, acompasados pero desincronizados, saltamos en el asiento de la cazuela rodante gritando como el que divisa “Disneiwor” o el mar de las historias de las mil y una noches.
¡¡El pueblo, el pueblo, el pueblo, el pueblo!
Y es que venimos de la ciudad. Pequeña, pero más grande y más moderna, más ruidosa, menos natural que el pueblo al que nos dirigimos, Cordobilla de Lácara. Es un trayecto agotador. Sólo cuarenta kilómetros. Pero de los de antes y con el coche cargado hasta las trancas: comida recién hecha, ropa, garrafas de veinticinco litros con agua para beber …. Va toda una vida de supervivencia en el Seat 127, que apunta maneras pero no da para más, cumple su particular servicio militar y punto.
Son otros tiempos. En el ambiente, aún el tufillo a tuberías de desagüe y alcanfor que dejó el franquismo aún tan reciente, (siguen circulando las pesetas y los duros con la cara del caudillo) y como monumentos civiles vividos en primera persona, las casas de los maestros de los pueblos, más precarias que las de cualquier humilde arriero del campo. Sin agua potable, con humedades, sin aislamiento térmico alguno, sin chimenea, sin visos de hogar por ningún lado. Un opositor a refugio en ciernes, no más.
Antes de entrar, seguimos mi hermano y yo atentamente toda la secuencia: la llave que no termina de aparecer de entre todos los cachivaches de los bolsillos de mi padre, que intenta luego hacer puntería en la cerradura y no acierta, los giros o el pellizco al émbolo que no terminan, venga, entra y apura ya de una vez, joer!
Entramos corriendo con nuestras infinitésimas zancadas de ratón en la diminuta choza y vamos como siempre derechos al mueble aparador, un vetusto y solemne arca de Noé que era de mi abuela. Y, la Virgen Santa!, que todavía ni ha nacido “jarripoter” pero en esos cajones que ya no toca nadie durante el fin de semana, que es cuando marchamos tras terminar mi madre de dar sus clases el viernes por la tarde, en esos cajones, digo, siempre aparecen cosas que nos parecen como colocadas allí por algún mago de oficio, aunque claramente, lo único que oficia es nuestra desmemoria, que en los primeros años de la infancia ya sabemos que juega todavía a favor de la consciencia, del tiempo presente y no echa cuentas de aquello que fue o que estaba, si no que se sorprende de lo rutinario como si ocurriera siempre por primera vez . Y abrimos los cajones con la determinación del que sabe que allí, estará sí o sí el tesoro, que no hay más vueltas ni hace falta ningún mapa ni la fe de ningún notario.
Sobre el aparador, además de los paños de ganchillo menestral de mi abuela, está la joya de la corona. Un pequeño televisor en blanco y negro que siempre nos pareció suficiente con sus dos canales parlantes (la primera y el UHF) y que visto años después y contrastado con los prodigios tecnológicos actuales, puedo constatar y constato que su pantalla efectiva no es mucho mayor que la de una de las tablets esas que al final también perdieron su partida. La tele era en esos tiempos donde se guardaban cosas como el “Un dos tres”, o “Mis terrores favoritos” y no sólo donde aparecían escenas y eventos. Realmente, allí dentro había algo, todo estaba y se cocía allí dentro.
Es la hora de regresar a casa después de jugar toda la tarde y de robar unas cuantas habas en el huerto de detrás y comérnosla allí mismo. Justo unos minutos antes de que Mañero el cojo nos persiguiera con la garrota en alto; y mi madre que está ya preparando el baño. Preparar el baño es, puesto que no había bañera en la casa de los enanitos de Blancanieves, calentar ollas de agua en la cocina y transportarlas hasta el cuarto de baño para verterlas en una especie de tina de zinc, parecida a esos cacharros que usaban en las matanzas para rehogar la sangre del cochino o donde se baña John Waine entre el acólito de señoritas que lo miman.
Termina la sesión acuática y enfilamos hacia el brasero que se oculta bajo la falda de la mesa camilla. La potencia eléctrica de este casita formada por varios tabucos contrahechos, quizás no es superior a la de cualquier coche de hoy en día, con todos sus dispositivos eléctricos y electrónicos, así que es de picón. Cada cierto tiempo hay que remover las cenizas para que asomen las brasas y yo le pido una vez más a mi madre que me deje de una puñetera vez usar la badila.
-Que yo ya sé, que te he visto, que es muy fácil, venga mamá, déjame, anda, déjame déjame déjame anda.
-Que no, que es muy peligroso. Cállate ya o te vas a la cama!
Y no lo entiendo, y me enfado, y doy un zapatazo y la badila hace palanca en su precario apoyo y sale volando por los aires espolvoreando todo de ceniza, hasta la comisura de nuestras bocas. Queda claro y patente que no es prcisamente azúcar. Vete a la cama, a dormir ya, por desobediente. Que no, mamá, que es que no me escuchas, que yo sé. Y que es muy temprano, que a la cama no, que a donde voy tan temprano a la cama. A tu cuarto!. Que no mamá, es que no me entiendes. Uy, y me vas a contestar encima, que eres un mico?. Qué es eso de un mico mamá, que yo no soy un mico. Pescozón, y a la cama.
Aun no me han formateado y trastocado mis tejidos con lo de “los hombres no lloran”, así que me desahogo por el camino.
Desconsoladamente por el frío pasillo.
Hay un peligro enorme con esto de los braseros. Con el de picón, porque puede aparecer o formarse entre las brasas “no sé qué historia” que en el pueblo le llaman “tufillo” y que hace que todos ajusten el gesto grave en sus caras -como cuando escuchan que ha habido un atentado terrorista- y que podía asfixiarte. Y yo a ese tufillo le daba forma y consistencia, como si fuera algo material que ardiera igualmente, una especie de churro pequeño super incandescente y con propiedades malévolo-kriptonianas o traído del inframundo. Y con el brasero eléctrico de la otra casa, en la ciudadela, el peligro era una cosa llamada cortocircuito, que estaba relacionado con otra “no se qué historia” de la electricidad y sus caprichos.
Y yo, tan pequeño, me hago un lío, y no sé si el peligro en el pueblo es el cortocircuito o al revés, y en la casa de la ciudad, Mérida, lo mismo. Y me formo finalmente una entelequia en la cabeza como el que se inventa una bruja o una sirena y le doy a la electricidad propiedades materiales y corpóreas y al tufillo características esotéricas y volátiles. De la mezcla me sale una especie de churrasco retorcido con los dos extremos incandescentes a más no poder y dispuesto a expulsar un gas venenoso o de provocar una violenta sacudida en el ambiente hasta dejarte paralizado, tieso y seco como la mojama.
Pero no es el único tipo de cortocircuito que me asalta. Comienzo a verlos o a presentirlos primero y sentirlos después en toda su plenitud por todas partes. Por todo mi cuerpo. Porque la falta o escasez de datos, al contrario de lo que sucede ahora que hay tanto y se le mete mano con “bisnisinteliyens”, convierte el poco que hay en información ya usable pero insuficiente o inútil y por eso no comprendo ciertas cosas.
Por ejemplo, no comprendo cuando por vez primera me escolarizan. Soy ya parvulito. Qué graciosa palabra, mi primer título nobiliario. Pero mi amigo Juanma Curado que vive en la esquina opuesta de mi colegio, tiene un año menos que yo. Y no lo entiendo, que yo tenga que ir a aquel cuartucho con todos esos niños extraños que no conozco y Juanma está en su casa tan tranquilo como estaba ayer. Así que salgo de la clase y me piro a casa de Juanma sin decirle nada a la señora que se sienta sola delante de nosotros, sin pedir permiso. Soy un prófugo de tan sólo cuatro años. No sé como pero me sé el camino de vuelta y abandono el aula y el recinto escolar con mi piloto automático o guiado por la famosa estrella. Y allá que llamo a la puerta.
Que a ver qué pasa, Juanma, que qué haces aquí, que me han enrolao en la escuela y tú aquí tan pancho.
Pero dan conmigo y me llevan por la fuerza a un lugar que físicamente no tiene lugar ni tiempo exacto pero que luego le llamarán realidad y que geográficamente coincide en ese preciso momento con la vuelta a prisión. Encima mi madre me pide cuentas, que a donde voy, que tengo que ir a aprender las vocales y a jugar con la plastilina, y a cantar canciones fabulosas, que tengo que estar con los otros niños y hacer caso a la maestra. Me entero así de que esa señora que estaba en la mesa solita delante de todos nosotros, es la maestra, y es más comprensiva y cariñosa que mi madre. Me sonríe y se lo toma todo como tiene que ser, con la naturalidad de permitir que crezcan hierbas y flores fuera de las lindes del parque y del jardín.
Son cosas de niño, aaaaaaaaaay! qué Luquita este … (y sonríe como un ángel, llena de cariño, comprensión y ternura, y me acaricia la cabeza como intentando deshacer el ovillo interno que la tiene confundida)
Cortocircuito también cuando mi madre sale corriendo de casa con el cielo a punto ya de echar el cierre de la noche y sin echar cuenta de mi hermano ni de mí sale como alma que lleva el diablo a buscar a su amiga también maestra y que vive dos puertas más arriba. Acojonadas se preguntan cosas con los brazos cruzados y apretados contra el pecho para sostener el corazón y agitando después uno de ellos así con violencia y determinación como cuando agitan el termómetro para bajar el mercurio, mordiéndose el labio y lanzando una mezcla de imprecaciones, diatribas y lamentos. Y en sus caras hay un miedo absoluto e impenetrable, estanco, nada, dirección prohibida, ni hacia adentro ni hacia fuera. Tan grande que siguen sin verme ninguna de las dos. Yo miro hacia arriba todo el rato, a sus caras para que se encuentren con la mía, me duele el cuello, aun mi altura no da para más. Y me doy cuenta de que cuando el señor ese con bigote entró dando tiros en el lugar que ya intuía tan importante y solemne, no era una película, sino la misma realidad forjada dentro de la tele.
Sólo tengo siete años, pero no sé por qué percibo ya esos tonos cromáticos de los gestos exclusivos de los adultos: el de mi madre angustiada, el del Rey compungido pero confortando y poniendo orden, el de Suárez despidiéndose resignado y digno (no sé por qué le cojo cariño a este señor, siento quizás por vez primera eso que se llama compasión. Tan educado, tan apuesto, tan padre y tan correcto, tan responsable, tan “puedo prometer y prometo“), el de Calvo Sotelo despistado y sorprendido pero tranquilizador, que se hace con el mando de todo tras el rebufo que deja el “aquí no ha pasado nada” del Rey. Y veo también que ese señor enjuto y seco vestido de militar, Gutiérrez Mellado, es muy valiente, e impone una cosa que luego descubro que se llama respeto, a diferencia del miedo con el que Tejero quiere doblegar a todos.
Y más, y más cortocircuitos. Que en el pueblo, el padre de mi amigo Agustín, es el zapatero y también el alguacil. Que sí, que vi su uniforme colgado en el cuartillo donde arregla los zapatos y lo que no son zapatos pero se les parece aun. Que el alcalde, por extraño que parezca, es alcaldesa, y es una mujer, y con mucho carácter también. Que la farmacia no abre todos los días y a todas horas como en la ciudad. Que muchos hombres que trabajan en el campo no reciben un sueldo como mi padre, sino que van los domingos a cobrar a un sitio que se llama “la Hermandad“, y se acicalan de colonia y se visten de fiesta para ello como si fueran a recibir la primera comunión de nuevo, no sólo como un Domingo cualquiera. Que muchos de los padres de mis amigos viven en un lugar que aún no sitúo en ningún mapa que se llama Alemania, y lo ven una vez al año y le hablan por eso de usted. Que es el cumpleaños de mi hermano y uno de sus amigos le regala un chicle y un cacahuete, que no tiene para más.
Que allá en el río, al otro lado, están las casas de los gitanos, y eso es el pueblo pero no es el pueblo, que hay como una línea invisible que nos separa más que el propio río, pero que yo me lo salto sin más y le digo a mi madre que no pasa nada, que mi amigo Fernandito es como Agustín, pero que no tiene “na de na” para jugar. Que algunos niños mayores me molestan y me agreden sólo por ser el hijo de la maestra, y qué les habré hecho yo, pero que las cosas son así. Que peor lo pasan los cochinos. Porque me invitan a todas las matanzas y me da mucha pena como le meten en frío el cuchillo en el cuello al gorrino, un cuchillo enorme y bélico, esperando a que se desangre, y chilla y berrea como cien niños recién nacidos juntos, pero a este grandote ya le arrebatan la vida.
Y uno, uno muy muy grande cuando hace explosión el propano en aquel colegio de Ortuella y mueren cincuenta niños como yo sin que nadie pueda hacer nada. Y estoy en la fila que formamos antes de ir en línea ordenada y mílite para enfilar la clase, en un ritual diario que precede a la oración en comunión matutina. Pero esta vez no se dirige allí, sino a la iglesia para rezar todos por esos niños que son como yo pero que ya no están –aun no me atrevo a pronunciar la palabra muertos, ni siquiera en mi pensamiento. Vamos desfilando ordenadamente por la calle principal del pueblo que desemboca en la plaza de la iglesia y miro a Agustín como quien pretende buscar su propia realidad en un espejo y no recuerdo de qué hablamos, pero sí se que hay algo en mi interior que me pide preguntarle si no tiene miedo. Y espero encontrar respuesta en sus ojos suponiendo que vea mi pregunta en los míos, pero es demasiado suponer. Aun no tengo palabras para preguntar y el no tiene aun la semilla para intuir, o las tengo, o las tenemos, pero no se atreven a salir o no sabemos como sacarlas.
¿Pensará Agustín lo mismo que yo?
¿O se da por vencido también y hace como que no pasa nada?.
Recuerdo los escombros de la escuela que parece que se salen de los bordes de la cajita de la tele. Y recuerdo a los parroquianos, los bomberos y los policías que intentan sacar a los niños. Y yo me pregunto por qué ocurrió eso, que a los niños no les puede pasar nada, que cómo es posible, que podría haber sido yo. O mis amigos Agustín Hierro, Juanmanuel Curado, Jose Igancio Cerezo y Manolo Cabeza. Y necesito que alguien me diga, por qué no han sido mis amigos, porque si no me lo dicen, me quedo en la barriga con esa cosa de si les va a pasar a ellos, o a mi hermano que baja por otra fila del curso superior. Y recuerdo y me embriaga aún hoy el olor intensísimo del aire satuarado de flores secas y marchitas que se apilan en una de las esquinas del atrio de la iglesia, esperando a ser defenestradas definitivamente de la vista de todos y de la vida de nadie.
Y no comprendo ahora mismo, aunque esto es completamente venial al lado de la tragedia de los malogrados niños de Ortuella, por qué me da tanta vergüenza y tanto miedo recitar con seis años en el mes de mayo, clavado de pie frente a la escultura de la virgen que yace suspendida en la pared del aula, un poema que habla de no se qué de “esa virgen pura …. una rosa en tu pecho” y que me obliga a declamar Doña Carmen, la maestra. Y esa palabra, ese pecho que tengo que pronunciar delante de todos ahí solito en el centro de la clase y de todas las miradas- y de una mujer de escayola- me lleva a los infiernos. Todo esto hace que la rosa de verdad -real- que sostengo en las manos me pese como un yunque
¿Y a quien le cuento yo esto que me pasa?
También hubo algunos cortocircuitos litúrgicos y reveladores, de los que te hacen subir un peldaño en la sublime escalera de la abstracción. Una de las primeras palabras que recuerdo que aprendí cuando era pequeño, así como el momento y la escena justo en que ocurrió, fue “disimular“. Yo tenía apenas siete años y María José, la hermana de mi amigo Juanma, dos más que yo. Me impresionó que usara una palabra que no sólo era nueva para mí, sino que servía para expresar algo mágico, difuso, algo a lo que no se llegaba de manera directa por simple designación ni a través de un camino único como una flecha. Requería experiencia, practica, y haberla usado y/o leído muchas veces para así dominarla.
¿Y cómo me lo explicó?
“Mira, te voy a enseñar una cosa, vamos a disimular”.
Y me cogió levemente del cuello haciendo como si se agachara para enganchar a la ventana un extremo de la goma para saltar, mascullando cosas ininteligibles, colocando mi cabeza con delicadeza en la concha que abrían sus manos y me dio un pequeño beso en los labios. Al poco se puso a cantar y a silbar como si nada, saltando la goma que había terminado de enganchar a los barrotes del otro extremo en la otra ventana.
DIsimular era un arte, era una herramienta, era una cosa solo de mayores, era un sortilegio, era un mundo de posibilidades léxicas, literarias, de acción y de fantasía.
¿Donde habría aprendido esa palabra? Justo me marchaba y vi como asomaba de su bolsa un libro, “Pequeño Tratado de manipulación“, con un post-it pegado en la portada escrito por ella:
“Comprobar que es eso de disimular”
Cambié de idea y no me marché. De pronto me metí en su juego e hice como si saltaba con ella a la goma y que me enredaba con los pies y me precipitaba encima de ella … cuerpo contra cuerpo. Yo también soy de practicar, de probar.
Pero no puedo olvidarme de donde estoy. Y tampoco se aún como disimular, es demasiado pronto.
Porque, a ver, soy muy pequeño, pero ya empiezo a percibir eso de la polaridad, que a Amaya no la veo ni la siento como a Agustín, que Amaya me despierta cosas distintas, que me gusta perseguirla con interés pero sin que se me note, y correr detrás de ella y perseguirla por los cuatro costaos. Y a veces hasta intento levantarle la falda, y la verdad es que no se por qué, pero me sale sólo, entre risas. Porque no sé que es lo que siento ni por qué, ni lo que quiero, pero es muy bonito, y Amaya muy linda y muy bonita también su forma de correr, de reírse, de mirar y de sorprenderse por todo. Y todo es un fluir, una luz y una miel que de tan natural parece sobrenatural, y el tiempo no existe, ni tampoco aquí o allí. Vamos corriendo de un sitio a otro pero como si no contara cambiar de sitio o estuvieran superpuestos físicamente.
Siento delante de esa Virgen triste y rampante, lacónica, con una lágrima perpetua esculpida en su cara y que no termina rodar –como este suplicio mío que no acaba-, con su gesto lastimoso por la pérdida, siento, digo, un rubor infinito. Quiero que me trague la tierra, pero que me trague de verdad la tierra de verdad, esa en la que estuve ayer escarbando con mi amigo Agustín para hacer el hoyo de las canicas. Porque eso del pecho, es mucho para mí, y más diciéndoselo directamente a una mujer, aunque sea de escayola, virgen y sagrada. Pero es que nadie nos dice ni nos cuenta, y yo percibo cosas. Y sé, que eso del pecho trae y traerá muchas consecuencias, que de él se alimentan los niños cuando son muy pequeños y que luego, para los adultos, es esa especie de efigie o de totem también sagrado y que del mismo modo se protege y se oculta con pudor y del mismo modo por otro lado los mayores profanan o desean profanar, o se desnuda con no sé qué propósitos en la tele. Y que yo sé que entre las mujeres y los hombres pasan cosas que no pasan entre los hombres y los hombres, o entre todos los hombres. Porque ahora ya las cosas son distintas, y todos pueden decir más o menos “yo soy este y soy así“, pero antes no. Qué lío, que angustia. Que esto no es como cuando luego tuve que recitar en otro colegio “El casamiento” de Luis Chamizo, del “Miajón de los Castúos”. Que ahí solo hay una muchacha que se entretiene demasiado en el baile y que en su casa la esperan impacientes.
Que no quiero estar en segundo curso, que quiero volver a parvulito con Doña Fabi, que Doña Carmen es demasiado mayor y seca y no me entiende. Que quiero que aún me sonrían, que me miren a los ojos y me expliquen por qué persigo a Amaya, en el patio y en mis sueños.
“La rosa en tu pecho y mis cortocircuitos”
– Lucas JM
Con cariño para “Doña Fabi”, mi primera maestra, allá en el pueblo.
Recuerdo su cariño, su sonrisa, su dedicación, su ternura.
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