Escribir se resume en un acto puro y que se mide por sus consecuencias, por su autenticidad, por su estilismo y por su estética. Y por un respeto, como no, a las reglas elementales y formales de la ortografía, la gramática y la sintaxis. Es un acto que a veces es heroico, síntoma de valentía, y adolece de cariz de entrega, de ofrenda y de conexión. Es quizás el viaje más directo a uno mismo sin contemplaciones y de absoluta autenticidad. Escribir es un impulso vital, es una querencia, una motivación metafísica que deriva quizás incluso de lo fisiológico. Es una habilidad, un arte, una destreza, un ejercicio de autoconocimiento, un acto de entrega y exposición del alma paciente y consciente, una manera de ordenar y recolocar emociones y compartirlas, de sanar heridas invisibles. Es un vehículo para reflejar y dejar constancia de cuando nos pusimos a fantasear y a imaginar, o sencillamente, el testigo y la huella de la narración pura de la realidad, a nuestra manera. Esculpir directamente de la imaginación al papel.
Escribir va más allá de una profesión, etiqueta, distintivo o marca. Escribir es dejar que se haga externa una hemorragia interior de emociones que necesita su cauce afuera. El escritor es solo un instrumento de sí mismo para si mismo, y por extensión, desde ahí para los demás, para los que no tiene esa mezcla de habilidad, paciencia, serenidad y “vete a saber qué.
El escritor puede o no cobrar por su trabajo, su obra puede ser más extensa o menos, puede publicar más o menos, puede ser popular o completamente anónimo. Porque lo único que se precisa para ser escritor es el propio amor a la escritura, el ejercicio apasionado y el entrenamiento atento y constante en la lectura y/o en la observación de los fenómenos internos y externos de la las personas y sus actos y de la vida.
La honestidad y la autenticidad a la hora de transmutar lo observado, pensado o vivido en esa corriente eléctrica que tiene lugar entre la idea pensamiento y el movimiento ejecutor de la mano obediente y fiel, el pequeño pulpo, es lo que hace que alguien que no tiene nombre y que escribe en una habitación aislada del mundo desde donde no le es permitido difundir su obra, sea sin embargo, escritor o escritora.
El pequeño pulpo – autopsicografía
No me conformo con tan sólo las ideas que distinguen mis momentos en el tiempo, con el pensamiento que las hace volar, con las divagaciones que las criban o las voces que las arrojan como cenizas al mar. Necesito también elevarlas y fijarlas sobre el suelo como el que pretende tallar la madera sin hacerla sufrir.
Sentarme sin esperar nada a cambio, salvo la fortuna y la dicha de llegar a mí mismo, de viajar a donde sólo llegan las palabras. Atravesar los macizos muros de la pesada realidad impuesta o tramposamente decorada, sobrevolar por encima la alambrada o el incendio de heridas escondidas y mal curadas, transgredir las mismas leyes de la gravedad o de la luz, construir complejos universos partiendo de la nada o descifrar el misterio de la vida que se expresa contenido en la minúscula semilla que promete germinar.
El mundo avanza y pretende hacerse solo accesible a través de la pantalla y el teclado, pero yo, sigo prefiriendo el papel y la tinta a los pequeños golpes secos en la mesa y la luz confinada, precisa y plana. Quiero el ejercicio primoroso y cardíaco del pequeño pulpo hipnotizado que se arrastra y me arrastra deshaciendo nudos en la libreta mientras traza los renglones y resuelve letras en hipnóticos círculos y estilizadas espigas que ondean.
Acariciar el papel en síncrono viaje de idas y venidas, en acometidas y ráfagas de caídas en picado o planeando sobre la sombra que ya se proyecta como ladera o arrecife del próximo párrafo
Alterar el consabido camino que aún no es visible, colorear de sangre negra o venosa la fibra vegetal de nutrientes de verso o de prosa mientras el tiovivo de mis dedos apretados contra la pluma, obedecen contraídos al latido que tácitamente los convoca.
Ida y venida del pensamiento doblegado que se rinde a la emoción de la veleta y al socaire de la mano, mi pequeño pulpo que trenza.
Dejará semillas imperecederas de ámbito a su paso, y el adjetivo como lluvia, tormenta, Sol o espasmo.
Me quedo con el baile del puño y su sombra, con el paseo proscrito del astro o del barco que arrastra un pequeño peso traído por tu piel desde el fondo submarino que sostiene y fija la gravedad de tus ojos
Necesito el tránsito, la mudanza sin consecuencias, ni fantasmales ni corpóreas, el sonido del arrastre y su temperatura, el desplazamiento corto y decidido, la caricia y su textura, el vuelo inconsciente que desliza a ras de suelo y con la fantasía del pájaro que se eleva como sueño. Entre el fuego y entre el hielo, entre la determinación del tobogán y la indecisión del columpio que no espera.
Escribo y digo, como baile que es todo de puntos, de comas y de palabras suspendidas. Me entusiasma el desfallecimiento o el cansancio final de los mínimos y precisos músculos, de la diminuta arquitectura de los huesos que tensan las cuerdas elásticas de verbos, nombres y adjetivos, como contrapesos de todas las yagas, las risas, las despedidas, los saludos, las dudas y los espejos gramaticales ante los que pierdo toda vergüenza y me desnudo.
“El pequeño pulpo” – autopsicografía
– Lucas JM
Para Encarna Durán Domínguez, con cariño.
Gracias por tu amor y tu ternura que profesas, que también pones y reflejas cuando escribes a tu querido marido Paco, mi padre, tu Pacorrino, a los miembros de tu familia y a tus amigas con la ilusión, la pasión y la pureza de la vez primera de los niños.
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