¿Qué es lo primero que necesitamos para llegar al destino que nos hemos marcado? ¿A dónde crees que vas?. El primer impulso suele ser responder (o respondernos): “Conocer mis objetivos, mi meta”. Vale, eso está muy bien, qué menos que conocer las coordenadas o el “nombre” que etiqueta esas coordenadas del lugar a dónde quieres ir. Pero sigue siendo insuficiente e incluso prematuro. En general, suele ocurrir que hemos olvidado algo, algo que en el terreno de lo físico resulta esencial y evidente, no tanto si lo trasladamos al territorio de lo emocional, a la respuesta a un anhelo.
Imagen de Enrique Meseguer en Pixabay
¿A dónde crees que vas?
¿Qué es lo primero que le decimos al GPS de nuestro móvil para que nos dé una ruta a nuestro destino? ¿El destino?. NO. ¿A dónde crees que vas de esa forma, dime? – si puede saberse …
Lo primero que le damos al GPS es nuestra ubicación actual. ¿Si no, como establecer un camino que una los dos puntos?. Aunque claro, desde hace tiempo, la tecnología ha evolucionado tanto, que ya averigua nuestras coordenadas y asume nuestro punto de partida como nuestra posición actual. Pero podría ser otra. Podría ser que queremos conocer cuál es el camino partiendo no hoy, si no en una semana y desde otro lugar distinto a donde nos encontramos en ese momento. Así que, tenemos que proporcionar nuestra posición actual que no tiene que ser la presente, sino la que será el comienzo de nuestro trayecto vete a saber cuando.
Esta es la situación real que se da cuando planificamos, para hacer trayectos largos y significativos en nuestra vida, no para un simple desplazamiento dentro de la ciudad ni justo en este momento presente.
En el terreno emocional esto se traduce en ACEPTAR.
Aceptar
Aceptar dónde me encuentro, en qué situación estoy en general. Implica “darse cuenta” y asumir tanto nuestras bondades como nuestras limitaciones. Es el primer paso para llegar a alcanzar el objetivo que nos hemos trazado. Para aceptarme he de quererme y asumir una mínima noción de mi propia identidad en soledad, al margen de todo y de todos. Yo soy en este momento en que me acepto, la medida de toda mi vida.
Aceptar no es resignarse. Si acepto, me hago conscientemente responsable de mí mismo, siendo consciente a su vez de mis herramientas, mis habilidades, mis limitaciones, de mi estado en general, de la energía de la que dispongo. Y todo esto, sin juicios. Esto último es lo más importante. Se trata nada más que de una constatación de mi ser en paz y armonía conmigo mismo. Todo está perfecto en mí, no me falta nada. Todo lo que tengo para comenzar es sencillamente lo que necesito, no hay más.
Resignarse
Si me resigno, por el contrario, sencillamente claudico, me abandono a “lo que hay”, no atiendo a mi potencial, tan solo cedo y me dejo llevar, sin voluntad y al margen de cualquier motivación. La resignación no implica aceptación. Tiene más que ver con aceptar pero fuera de mí, acepto todos los obstáculos que creo existen a mi alrededor y me olvido de todo lo que tengo para superar esos obstáculos. Cedo ante mi entorno sin más.
Resignarse es conformarse, aceptar en cambio conlleva la gratitud de lo que soy en este momento con todo su potencial. Es el punto de partida para abordar cualquier cambio en mi vida, comenzar a recorrer el camino que me lleva por donde quiero independientemente de la meta (el rumbo … hablaremos de él, que es más importante que la meta en sí).
Porque, si no sé en qué situación me encuentro, si no soy capaz de sopesarla, de ponderarla, ¿cómo la voy a cambiar?. Y en tal caso, si no sé de qué dispongo, no podré tampoco comprometerme conmigo mismo para abordar ese cambio, porque estoy a ciegas.
¿Por qué siento que quiero moverme?
Antes de emprender un camino nuevo con el simple argumento de querer cambiar y nada más, para librarme de no se qué angustias y ansiedades que me invaden, me miro donde estoy para medir en qué condiciones estoy de conseguir eso que me has propuesto. Valoro si quiero “moverte” para huir de algo –en este caso, mejor no ir paseando la “mierda” de un lugar a otro, si no resolver antes mi conflicto conmigo mismo, porque el exterior es sólo una excusa- o porque realmente, sientes que quieres nuevos retos por el simple placer de aprender y vivir otras experiencias, pero no desde la urgencia ni la desidia, sino desde ese sentimiento genuino y auténtico de curiosidad y de querer aprender por puro placer.
Queda al margen de esta disquisición, el hecho concreto en que hay un peligro real e inminente y de dimensiones inabordables como una guerra, por ejemplo, donde sólo tiene cabida a corto plazo el reptiliano. Hay que salir pitando y preservar la vida.
Dirección y rumbo
También es interesante darse cuenta de que, no es lo mismo dirección que rumbo.
Podemos dar un rumbo a nuestra vida, y en el contexto de este rumbo, alcanzar distintas metas, a las que se puede llegar por varias direcciones que están dentro de ese rumbo.
Puedo por ejemplo seguir rumbo norte para ir al Reino Unido pero de forma más directa o menos, rodeando no se qué lugares, o atravesando otros, etc. Es decir, tomando distintas direcciones acordes con ese rumbo (o muy apartadas de él, curioso) y que yo puedo elegir según mis fuerzas, limitaciones, circunstancias, apetencias, etc. Y mis valores. He aquí la clave.
Observa además de esta distinción, que el rumbo, es más importante para nuestra felicidad que los objetivos. Porque los objetivos, son todos efímeros. O no se consiguen, o simplemente cambian, o bien los conseguimos. Y esta última situación implica per sé que el objetivo ya “concluyó” y por lo tanto sentimos que “tenemos” que buscarnos otro. Por tanto, los objetivos son cambiantes también, efímeros los consigamos o no.
El rumbo, en cambio, es una decisión, una orientación en la vida que adoptamos basada en nuestros valores y que dan sentido a todo lo que hacemos, sean cuales sean esos objetivos cambiantes.
El rumbo, es para toda la vida, o para una gran parte de ella – porque a muy largo plazo, los valores en los que se basa, pueden cambiar- y esos valores que conforman el rumbo nos permiten percibir que nuestra vida tiene un propósito basado en esos valores, lo que le da consistencia, coherencia, solidez.
Todo lo que me ocurre en mi vida y que tiene lugar en el contexto de un rumbo que he elegido para mí por mí mismo y de manera consciente, lo percibo como parte de mi propósito en esta vida, aportando un sentido implícito a mi día a dia
En mi rumbo hay pérdidas, hay frustraciones, hay dolor, hay alegrías, hay equivocaciones. Todas las emociones caben, y ninguna echa por tierra mi propósito en este mucho, más lo enriquece.
En el propio camino hecho con sentido, acompañado de mis valores, está por tanto mi dicha, mi paz interior, mi plenitud como persona, consiga o no llegar a mi destino. Porque si no es ese destino, si no se cumple ese objetivo, será otro, pero lo que claramente no ha cambiado es la forma en que he vivido mi momento presente al participar cosciente de mi propio camino.
Jorge Bucay que nos aclara la diferencia entre el Rumbo el Camino y la Meta con este pequeño cuento-relato:
Un señor sale de puerto en su pequeño bote velero a navegar por un par de horas. De repente, una fuerte tormenta lo sorprende y lo lleva descontrolado mar adentro. En medio del temporal, el hombre no ve hacia dónde es llevado su barco, sólo atina a arriar las velas, echar el ancla y refugiarse en su camarote hasta que la tormenta amaine un poco.
Cuando el viento calma, el hombre sale de su refugio y recorre el velero de proa a popa. La nave está entera. No hace agua, el motor se enciende, las velas se hallan intactas, el agua potable no se ha derramado y el timón funciona como nuevo. El navegante sonríe y levanta la vista con intención de iniciar el retorno a puerto, pero lo único que ve por todos lados es agua. Se da cuenta de que la tormenta lo ha llevado lejos de la costa y de que está perdido.
Sin instrumental de rastreo ni radio para comunicarse, se asusta y, como les pasa a algunas personas en situaciones desesperadas, se acuerda en ese momento de que él es un hombre educado en la fe. Y entonces, mientras llora, se queja en voz alta diciendo:
—Estoy perdido, estoy perdido… Ayúdame Dios mío, estoy perdido…
En ese momento, aunque parezca mentira, un milagro se produce en esa historia. El cielo se abre, un círculo diáfano aparece entre las nubes, un rayo de sol ilumina el barco, como en las películas, y se escucha una voz profunda (¿Dios?) que dice:
— ¿Qué te pasa?
El hombre se arrodilla frente al milagro e implora:
—Estoy perdido, estoy perdido, ilumíname, Señor. ¿Dónde estoy, Señor? ¿Dónde estoy…?
En ese momento, la voz, respondiendo al pedido desesperado, dice:
—Estás a 38 grados latitud Sur, 29 grados longitud Oeste.
—Gracias, Señor, gracias… —dice el hombre agradeciendo la ayuda divina.
El cielo comienza a cerrarse. El hombre, después de un silencio, se pone de pie y retoma su queja, otra vez llorando:
—Estoy perdido, estoy perdido…
Acaba de darse cuenta de que saber dónde está uno no alcanza para dejar de estar perdido. El cielo se abre por segunda vez:
— ¿Qué te pasa ahora? —pregunta la voz:
—Es que, en realidad, no me alcanza con saber dónde estoy, lo que yo quiero saber es dónde voy, cuál es mi meta.
—Bien —dice la voz—, eso es fácil, vas de vuelta a Buenos Aires.
Y cuando el cielo comienza a cerrarse otra vez, el hombre reclama:
—No, no… ¡Estoy perdido, Dios mío, estoy perdido, estoy desesperado…!
El cielo se abre por tercera vez: — ¡¿Y ahora qué pasa?!
—! No… Es que yo, sabiendo dónde estoy y sabiendo el lugar adónde voy, sigo estando tan perdido como antes, porque en realidad no sé dónde está ubicado el lugar donde voy.
La voz responde: —Buenos Aires está a 38 grados…
“¿A dónde crees que vas?”
– Lucas JM
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